martes, 23 de noviembre de 2010

¿Decrecer?

1. Mitología, felicidad y Producto Interior Bruto

Aún hoy, a pesar de haberse constituido en una teoría general bastante bien formulada y sólidamente construida, el decrecimiento es todavía un gran desconocido para una parte muy importante de la población. Lo es incluso para mucha gente que se ha acercado a sus postulados movida por la curiosidad o por el atractivo inherente a un discurso nuevo que, ya a distancia, parece representar una seria alternativa al modelo económico imperante. A lo largo de diversos artículos se intentará, en relación a esta problemática detectada en recientes conversaciones, concretar qué es el decrecimiento.


Resulta extraño que en una sociedad como la occidental, tan impregnada de escepticismo, que pregona la muerte de las ideologías más como un medicamento que como una catástrofe –lo que es una tragedia- y que sigue sin encontrar en la forma en que se organiza la economía solución al problema del hambre o de las desigualdades sociales, el crecimiento haya terminado siendo el mito absoluto que pocos son capaces de cuestionar. Un mito sobre el que se asienta la imagen del capitalismo como el gran metarelato -la última gran promesa- que aún sobrevive a la muerte de las ideologías ya que es la única ideología válida.

Con el crecimiento económico se identifica la cohesión social. Ésta permite –permitirá en un futuro también, por cederle importancia que no quede- mejorar los servicios públicos, reducir la brecha que distancia a los ricos bien situados de los pobres excluidos y obtener el pleno empleo. Sin embargo, esto ha sido y sigue siendo refutado por los hechos. Nadie pensaría en la República Popular de China como en un país bien cohesionado socialmente. Algo similar se podría decir del Chile de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Y lo mismo de los Estados Unidos, potencia hegemónica mundial, con unas bolsas de pobreza y de exclusión social imposibles de esconder a la opinión pública internacional. En los tres casos se han dado cifras de crecimiento económico muy altas. Lejos de las bondades que se les suponía, éstas han tenido como consecuencia agresiones irreversibles al medio ambiente, el agotamiento de los recursos naturales o el aumento de las distancias que separan al norte opulento del famélico sur global.

A todas estas consecuencias de carácter planetario cabría añadir las que se han terminado manifestando en la realidad cotidiana de las personas. Éstas se han visto –de acuerdo que en la mayoría de los casos no han opuesto una mínima resistencia- sometidas a un modo de vida esclavo. En palabras de Carlos Taibo, “pensamos que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir”.

Pero la felicidad no tiene nada que ver, a partir de un determinado estatus económico, con el volumen de bienes materiales que una persona pueda consumir o almacenar en su domicilio. Ese estatus económico es aquel que permite satisfacer las necesidades apremiantes –ropa, refugio y alimentación- con cierta holgura. Aunque la discusión sobre qué son realmente las necesidades básicas de las personas continúa siendo un asunto harto complicado cuya discusión implica altas cuotas de subjetividad.

Por otro lado, esa forma de vida esclava que está asociada al crecimiento económico por el crecimiento económico, comprende jornadas laborales interminables, estrés continuado, la obsesión por el reconocimiento social a través de lo material, la falta de tiempo para disfrutar de nuestro entorno o el temor a la pérdida del puesto de trabajo con lo que esto supone, alejando a la gente de la felicidad. Una encuesta datada en 2005 concluía que un 49 por ciento de los estadounidenses declaraba ser menos feliz, frente a sólo un 26 por ciento que afirmaba lo contrario.

En otro estado de cosas, el crecimiento económico –Producto Interior Bruto, PIB- no es sino una falaz operación aritmética que en absoluto refleja la realidad. En el mismo no aparecen, por ejemplo, trabajos relacionados con el cuidado del hogar o de los ancianos si estos no se realizan bajo una figura contractual. Es decir, las horas que un ama de casa invierte en mantener limpio su domicilio, cocinar o cuidar de su padre mayor y enfermo no existen para la economía, mal llamada, real. Del mismo modo que la explotación de los recursos aumenta ese indicador de crecimiento a pesar de que no incluya el coste de reposición. Escrito con otras palabras, no recoge el hecho de que ese recurso no va a estar disponible para las generaciones venideras. Aunque resulta indignante pensar que si se invierte dinero en solucionar estos desaguisados medioambientales que la actividad económica produce, sí se incrementa el Producto Interior Bruto, a pesar de que esos recursos no van a estar disponibles para satisfacer otras necesidades. Cabría aquí añadir, por supuesto, que reorganizando la actividad económica se hubiera impedido esa contaminación que ha requerido de ese desperdicio de recursos. Recursos, además, que suelen de ser de carácter público. Para que sea más inteligible, actividades nocivas para el planeta y para las personas y organismos que lo habitan –o habitarán- terminan computando positivamente en el crecimiento económico.

En resumen, vivimos sometidos por una gran falacia sobre el crecimiento económico. Este, traducido en el Producto Interior Bruto (PIB) ni nos hace más felices, ni más guapos ni más limpios. La felicidad, la estatura o la higiene vienen determinados por parámetros muy distintos que tienen sus propios indicadores.

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