¿Me lo cuentas?

La vasija de la Vida (El cántaro roto)
Cuento tradicional chino
Una aguadora de la China tenía dos grandes cántaros, que colgaban a los extremos de un palo que llevaba encima de los hombros.
Uno de los cántaros tenía varias grietas, mientras que el otro era perfecto y conservaba todo el agua al final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón, pero cuando llegaba, la vasija rota sólo tenía la mitad del agua.
Durante dos años completos esto fue así diariamente. Desde luego el cántaro perfecto estaba muy orgulloso de sus logros, pues se sabía perfecto para los fines para los que fue creada. Pero el pobre cántaro agrietado estaba muy avergonzado de su propia imperfección y se sentía miserable porque sólo podía hacer la mitad de todo lo que se suponía que era su obligación.
Después de dos años, el cántaro quebrado le habló a la aguadora diciéndole: "Estoy avergonzado y me quiero disculpar contigo, porque debido a mis grietas sólo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir"
La vieja aguadora, apesadumbrada, le dijo compasivamente: "Cuando regresemos a la casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino."
Así lo hizo el cántaro. Y en efecto vio muchísimas flores hermosas a lo largo del trayecto, pero de todos modos se sintió apenado porque al final, sólo quedaba dentro de sí la mitad del agua que debía llevar.
La aguadora le dijo entonces: "¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino?
Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas y todos los días las has regado, y por dos años yo he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Madre. Si no fueras exactamente como eres no hubiera sido posible crear esta belleza.

Los indios de la Columbia británica y el salmón.
Extracto del libro "La apuesta por el decrecimiento" de Serge Latouche
Los indios de la Columbia británica, en la costa oeste del Canadá [...] nos ofrecen un buen ejemplo de relación armoniosa entre el hombre y la biosferaPensaban que los salmones eran seres humanos como ellos, que vivían en el fondo del mar donde tenían sus tipis, que, decidiendo en invierno sacrificarse por sus hermanos terrestres, se vestían con sus trajes de salmón y partían hacia las desembocaduras de los ríos.  En la estación de subida de los ríos, los indios acogían al primer salmón como un visitante destacado.  Lo comían con ceremonia.  Su sacrificio era sólo un préstamo provisional.  Devolvían al mar la espina central y los restos, que permitirían el renacimiento del invitado devorado.  Así, la coexistencia y la simbiosis entre los salmones y los hombres se perpetuaba de manera satisfactoria.  Con la llegada de los blancos y la instalación de una conservería en cada estuario, la búsqueda de un mayor beneficio provocó la substracción abusiva.  Los indios dedujeron que los salmones habían desaparecido porque los blancos no habían respetado el ritual... ¿Quién les dirá que estaban equivocados?



Un cuento de Alberto Acosta, economista ecuatoriano
Recogido del libro "El decrecimiento feliz y el desarrollo humano" de Julio García Camarero
Una vez, un padre de una familia acaudalada lleva a su hijo a un viaje por el campo con el firme propósito de que su hijo viera cuán pobres eran las gentes del campo. Estuvieron por espacio de un día y una noche completa en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa del padre le pregunta a su hijo: 

¿Qué te pareció el viaje?.
 
Muy bonito papi.
 
¿Viste que tan pobre puede ser la gente?
 

 
¿Y qué aprendiste? 

Vi que nosotros tenemos un perro en casa, ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina que llega a una pared a la mitad del jardín, ellos tienen un riachuelo que no tiene fin. Nosotros unas lámparas portadas en el patio, ellos tienen las estrellas. El patio llega hasta la pared del vecino, ellos tienen todo un horizonte de patio. Ellos tienen tiempo para conversar y estar con su familia: tú y mamá tienen que trabajar todo el tiempo y no los veo nunca.
 
Al terminar el relato el padre se quedó mudo..., y su hijo agregó:
 
Gracias papi, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser.



Mister Taylor
Augusto Monterroso
-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.


Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.


Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.


En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.


Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.


De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:


-Buy head? Money, money.


A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.


Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.


Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.


Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.


Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.


Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.


De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.


Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.


Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.


Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.


Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.


Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.


Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.


Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.


Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.


Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.


Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.


Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.


La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.


De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.


Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.


Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.


¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de lasObras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.


Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.


Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.


Fue el principio del fin.


Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.


El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.


Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.


En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.


Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.


De repente cesaron del todo.


Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."



La Parte del Colibrí 
Pierre Rabhi
Un día, dice la leyenda, se provocó un terrible incendio en el bosque. Todos los animales, asustados, observaban impotentes el desastre. Sólo el pequeño colibrí se fue a buscar unas cuantas gotas de agua con su pico para tirarlas encima de las llamas. Al cabo de un rato, el armadillo le dijo, enfadado: « Colibrí, ¡estás loco! ¿Crees que con cuatro gotas de agua vas a apagar el fuego?” El colibrí le respondió. No lo sé, pero yo hago mi parte.



La rana que quería ser una rana uténtica
Augusto Monterroso
Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.



La anécdota del pescador
Recogido de Carlos Taibo

Una de las versiones de esa anécdota se halla ambientada en un pueblo de la costa mexicana. Un paisano está, medio adormecido, junto al mar. Un turista norteamericano se le acerca y entablan conversación.

El turista le pregunta:
—"Y usted, ¿a qué se dedica? ¿En qué trabaja?".

El mexicano responde:
—" Soy pescador".
—"¡Vaya, pues debe ser un trabajo muy duro! Trabajará usted muchas horas".
—"Sí, muchas horas", replica el mexicano.
—"¿Cuántas horas trabaja usted al día?".
—"Bueno, trabajo tres o cuatro horitas".
—"Pues no me parece que sean muchas. ¿Y qué hace usted el resto del tiempo?".
—"Vaya. Me levanto tarde. Trabajo tres o cuatro horitas, juego un rato con mis hijos, duermo la siesta con mi mujer y luego, al atardecer, salgo con los amigos a tomar unas cervezas y a tocar la guitarra".

El turista norteamericano reacciona inmediatamente de forma airada y responde:
—"Pero hombre, ¿cómo es usted así?".
—"¿Qué quiere decir?".
—"¿Por qué no trabaja usted más horas?".
—"¿Y para qué?", responde el mexicano.
—"Porque así al cabo de un par de años podría comprar un barco más grande".
—"¿Y para qué?".
—"Porque un tiempo después podría montar una factoría en este pueblo".
—"¿Y para qué?".
—"Porque luego podría abrir una oficina en el distrito federal".
—"¿Y para qué?".
—"Porque más adelante montaría delegaciones en Estados Unidos y en Europa".
—"¿Y para qué?".
—"Porque las acciones de su empresa cotizarían en bolsa y usted se haría inmensamente rico".
—"¿Y para qué?".
—"Pues para poder jubilarse tranquilamente, venir aquí, levantarse tarde, jugar un rato con sus nietos, dormir la siesta con su mujer y salir al atardecer a tomarse unas cervezas y a tocar la guitarra con los amigos".