lunes, 13 de diciembre de 2010

El reto pedagógico

Sin duda, frente a nosotros se encuentra el reto más difícil: el pedagógico. Éste surge a raíz de las no pocas voces que claman por administrar la posología de la filosofía decrecentista en pequeñas dosis y en base a subterfugios semánticos o, directamente, por la eliminación del término decrecimiento en beneficio de otros menos temerarios y fácilmente comprensibles para la ciudadanía.


Es posible que la palabra decrecimiento, en una sociedad en la que impera la lógica productivista y consumista que identifica bienestar con crecimiento, sea susceptible de despertar serios recelos en los profanos a la materia. Pero no lo es menos que es precisamente esa cercanía sonora –decrecimiento no es semánticamente opuesto a crecimiento, eso tiene que quedar claro-, una de sus principales virtudes para captar adeptos o, al menos, para incitar a la curiosidad del gran número de personas que buscan, preocupadas o indignadas por lo que observan a diario, una alternativa tangible al modelo económico actual.

Aún con todo, válidos objetores al crecimiento argumentan que no es factible extender los planteamientos decrecentistas haciendo uso del término decrecimiento. Razonan que es debido a las connotaciones negativas de su asociado a otros, muy depauperados, como frugalidad, austeridad o empobrecimiento. Así, proponen figuras de líneas más redondeadas como la objeción al derroche o la eficiencia para difundir lo que no es, ni más ni menos, que la filosofía del decrecimiento. Lo que haría incurrir en una especie de “culebreo” deshonesto que quizás resulte habitual para políticos y especímenes parecidos pero que a muchos nos parece ya demasiado escandaloso. Es hora de llamar a las cosas por su nombre.
Surgen aquí diversas cuestiones. La primera es que si seguimos tratando a los ciudadanos como personas incapaces de acercarse a términos que aparentan severidad, o bien los estamos tratando como estúpidos, o bien estamos poniéndonos nosotros mismos en evidencia mostrando nuestra incapacidad a la hora de difundir nuestros planteamientos ante las crisis, de diverso signo, que nos aquejan –estaríamos en lo mismo en ausencia de estas crisis-. Se volverá sobre este punto algo más adelante.

En segundo lugar, y aquí voy a remitirme a lo que ha sucedido con otro término menos severo pero que ha resultado ser, a todas luces, nefasto, seguimos haciéndole el juego al modelo que pretendemos combatir. En su origen, el concepto desarrollo sostenible, definido en el informe Brundlandt como aquel que permitía satisfacer nuestras necesidades sin hipotecar aquellas de las generaciones futuras, parecía ser el destinado a facilitar un cambio drástico en la forma de hacer las cosas.

A día de hoy, veintitrés años después, ya nadie en su sano juicio se cree ya lo del desarrollo sostenible. Es más, algunas voces ya alertaron de que se trataba, y se trata, de un oximoron, lo que viene a ser la unión de dos términos absolutamente incompatibles por contradictorios, y no de la esperanzadora expresión que resultó ser en sus inicios.

¿Pero qué es esto de los términos incompatibles por contradictorios? En lenguaje económico desarrollo se identifica con crecimiento y en un planeta con recursos naturales agotables, ese desarrollo no puede ser sostenido o sostenible. Y, sin embargo, no han sido pocos los que han defendido el desarrollo sostenible considerando que contribuían, de una manera u otra, al cambio de modelo económico. Es más, interiorizado ya por una parte muy importante de la población, el desarrollo sostenible ha extendido la idea de que la lógica productivista era válida y que pequeños ajustes en los modos de producción la harían sostenible. Nada más alejado de la realidad al vivir, en un mundo finito gobernado, además, por la Ley de la Entropía.
Ésta ley, integrada en el discurso económico en su momento por Nicolas Georgescu Roegen, viene a decir que el desorden en el sistema cerrado que constituye el planeta es siempre creciente y que para devolver las cosas a su estado inicial es imprescindible gastar energía. La Ley de la Entropía es la responsable de nuestra decrepitud biológica. También de que reciclar sea tan sólo una solución de parcheado ya que para devolver una botella de cristal usada a su estado original es preciso el consumo energético. Éste proviene de combustibles fósiles que, a su vez, sólo podrían ser devueltos a su estado primigenio consumiendo más energía. El razonamiento puede llevarse ad infinitum. Es un pequeño ejemplo muy representativo y, sobre todo, cotidiano de las irrealidades que encierra el discurso insostenible, por otra parte, del desarrollo sostenible.

Claro que por aquel año de 1987 contentó tanto a los defensores de una transformación del modelo productivo para adecuarlo a los límites del planeta, y que podía ser extendido con rapidez entre la ciudadanía por el escaso filo que recogían sus formas, como a aquellos que gestionaban dicho modelo y que en ningún momento se habrían planteado renunciar a sus intereses, tanto económicos, como políticos. Además, con el paso del tiempo, permitiría abrir nuevos mercados que han reforzado la ideología dominante como es el caso de las energías renovables o el de la gestión de envases.

De este modo, es preciso un término que resulte muy complicado de fagocitar por el sistema socioeconómico actual. Ciertas versiones del decrecimiento quizás puedan serlo, pero aquellas que cuestionan en su totalidad el modo en que se ordenan los recursos, y que aquí defendemos, no lo son. Entre otras cosas porque irán, con el sucederse de los acontecimientos, reforzándose frente al mercado depredador.

Por otro lado, el decrecimiento no tiene apenas que ver con la objeción al derroche, la eficiencia, la austeridad, la frugalidad o el empobrecimiento en sus acepciones mercantilistas, que es de lo que aquí estamos tratando. No constituye sino una proyección al infinito nacida de la necesidad de un cambio de valores que prioricen el valor del ser humano por encima de la economía de mercado.

Aquí nace el reto pedagógico. Es imprescindible explicar, alejándonos de ese afán monetario de cuantificarlo todo en términos de pérdidas o ganancias, de tener o no tener, que somos muchos, que vamos a ser todavía más, y que tenemos que encontrar maneras de disfrutar del planeta, de desarrollarnos y realizarnos íntegramente, al margen de la lógica de la producción y del consumo. Extender la idea de que nos es vital aferrarnos a la imaginación, a la empatía o a la ternura para superar los duros momentos que están todavía por llegar. Pero también de ser extremadamente inflexibles en el análisis de los hechos, en las exigencias al resto del colectivo y en las demandas nuestras y, a través de nosotros, de los que han de venir. Nadie dice que esto sea fácil, pero es con mucho un camino necesario.

Para ello es preciso otro modelo de relación con la ciudadanía. Si hemos de exigirles ese gran cambio y, al mismo tiempo, asumimos la brutal actividad del enemigo que precisamos destruir, como medio imprescindible para nuestra supervivencia como especie, y la de los que nos acompañan, nuestro discurso ha de ser honesto, llamando a las cosas por su nombre, claramente alejado del pensamiento único y entendiendo a nuestros interlocutores como personas cabales y preparadas. Para ello el término decrecimiento, por lo que representa, supone un paraguas bajo el que pueden agruparse muy diversas sensibilidades y que rompe, de modo drástico e irreconciliable, con la lógica de la producción y del consumo.

2 comentarios:

  1. A nadie le va gustar decrecer, hacerse más pequeño y pobre. Yo probaría el término adelgazar: dejar lo superfluo, perder lo que sobra, ser más atractivos.

    Aporte de un Especimen Culebreante (me encanta)

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  2. En primer lugar agradecerte tu comentario.

    En segundo lugar querría volver a plantear un conjunto de ideas que quizás no han quedado del todo clarificadas en el artículo.

    1) Es importante utilizar un lenguaje que reorganice la mentalidad de las personas en el sentido de desarticular el mito del crecimiento. Por ello, cualquier término que no aporte matices en esa dirección es vacuo, contraproducente y no contribuirá sino a mantenernos en el error como términos del tipo de desarrollo sostenible han contribuido.

    2) ¿A qué nos referimos cuándo hablamos de pobreza? ¿a qué cuándo hablamos de decrecer? El reto pedagógico radica, entre otros aspectos, en hacer comprender a la ciudadanía que decrecer no es empobrecerse y que, por otra parte, hablando en términos mercantilistas, será imprescindible cierto empobrecimiento -entendido como la reducción en el conjunto de cosas materiales en las que depositamos nuestras esperanzas de ser felices y no hacen sino incrementar nuestra frustración- programado, ordenado y racional si pretendemos evitar el violento e impuesto al que seguro nos veremos abocados.

    3) ¿Alguien puede argumentar quién va a necesitar un automóvil cuándo no pueda permitirse un combustible tres, cinco o seis euros más caro? ¿Vamos a renunciar a la sanidad pública, la educación o las pensiones para subvencionar ese combustible? ¿Vamos a aniquilarnos los unos a los otros por los recursos naturales? ¿O será entonces preciso un utilitario? Ahora que esa renuncia voluntaria al coche puede entenderse como un empobrecimiento ¿sera en esos momentos contemplada como algo lógico? Preguntas de ese tipo son las que deberíamos estar haciéndonos ante lo que está pasando.

    4) Ya superamos la capacidad de carga del planeta -1,5 tierras nos resultarían necesarias para mantener nuestro consumo actual- y, sin embargo, la angustia, la infelicidad y otros estados predominan a nuestro alrededor sin que nadie se percate de que el camino escogido es erróneo. Existen dudas sobre si qué fue primero:el lenguaje o el pensamiento. Indefectiblemente, un cambio en los modelos cognitivos dará con un lenguaje en que decrecer sea comprendido en toda su extensión y, de la misma manera, el cambio en el lenguaje irá re-amueblando nuestras mentes.

    Nada más. Gracias por leer el artículo y por tu aportación. Los mayores éxitos son siempre colectivos.

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